La mujer delante de mí pone, con modales suaves y un poco cansinos, su compra en la cinta. Delante de ella un señor que se toma demasiado en serio a sí mismo, introduce su tarjeta de crédito y marca el pin mostrando sin disimulo una precaución fuera de lugar. El cajero que espera la
confirmación del pago, gira levemente la cabeza hacia un lado para atenuar su posición de “revisor”. La mujer delante de mí procura no cruzar su mirada con la del cajero que, por un instante, para no ser tan carnal, como esas vírgenes de la iconografía cristiana,mira hacia un lado y hacia abajo. El señor que se toma demasiado en serio a sí mismo guarda su compra en la bolsa con la misma ilusión con que lo haría alguien que está a punto de ingresar en la cárcel, luego coge su bolsa y se marcha sin decir nada. La mujer metódica ahora ocupa el lugar de señor que se fue. Comienza a guardar en su bolsa víveres cuyo destino es preservar la existencia de alguien que jamás parece haberse propuesto ser feliz. El cajero le pregunta “¿Efectivo o tarjeta?” ella no le contesta, o mejor dicho le contesta sacando su cartera del bolso para pagarle en efectivo. Paga y se va murmurando algo que podría ser una despedida.