NO FUIMOS MEJORES

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Con frecuencia los adultos hablan de todos los conflictos que padecen con sus hijes adolescentes: La comida, el desorden, la higiene personal, los estudios, la hora de regreso a casa, el móvil, la vestimenta, los modales, la pereza, el aislamiento, la falta de conciencia de sacrificio, el egoísmo, el desapego y la atracción fatal por lo “novedoso” (sobre todo si es esperpéntico).
Luego, una vez enumerados los despropósitos, se ponen como ejemplo de cómo fueron ellos en su adolescencia:
Comían de todo.
Tenían su habitación más ordenada y limpia que un quirófano.
Se duchaban alegremente cada día ¡Y con agua fría!
Preferían estudiar álgebra antes que salir a charlar con los amigos.
Se conformaban con ir al cine cuando se podía.
Jamás cuestionaban ninguna hora de regreso a casa.
Eran más agradecidos.
Eran más respetuosos con los profesores.
Estaban siempre disponibles y de buen humor.
Y tantas cosas “espléndidas” más.

Muchas de aquellas cosas, inflamadas por la nostalgia (es fácil de entender) fueron reales. Pero lo fueron porque aquél tiempo nos obligó. Fuimos así por imposición de una realidad que como todo el mundo sabe, es lo único que no se puede evitar.

Comíamos de todo lo que nos ponían porque no había otra opción.
Éramos más ordenados porque no teníamos “mucho” para desordenar.
Éramos más agradecidos porque cualquier obsequio era tan inesperado que nos emocionaba.
Éramos más disciplinados porque existían normas disciplinarias claras que no se discutían.
Éramos más cuidadosos porque los recambios llegaban con cuenta gotas.
Éramos más pudorosos porque ser exhibicionista no era rentable.

Nuestros adolescentes son lo que son porque esta realidad, construida con nuestros paulatinos consentimientos y claudicaciones, y por qué no decirlo, también con nuestra buena fe, los han hecho ser así.

Nosotros no fuimos mejores. Fuimos, solamente, sujetos de otra realidad.

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