Es tiempo de que el hombre se plantee una forma de evolución menos metafísica y más doméstica. Descorazona ver la cantidad de inútiles que han conseguido formar una familia sin la más mínima capacidad de gestión de las cosas de casa. La palabra doméstico inspira cierto horror para los hombres por las connotaciones de reclusión que ha tenido para las mujeres. Cuando superemos la
animadversión a lo “doméstico”, veremos que la armonía en ese ámbito es vital para el control en todos los demás. Antes de que la justicia llegue a los tribunales y los parlamentos. Antes de que los humanos conquistemos todos los confines del universo conocido, deberemos haber conquistado una convivencia armónica en el hogar, porque allí es dónde se gesta lo esencial de la convivencia humana en todos los planos. No nos sirve que un hombre sea un gran pensador si es un padre y un marido de mierda. No nos sirve que un político sea un buen comunicador si es un tipo mezquino en su casa. Los humanos experimentamos la parte más significativa de la vida en un hogar. De allí es de dónde sale la injusticia o la justicia, la verdad o la mentira, la cooperación o la competencia, la lealtad o la traición, la generosidad o el abuso, la alegría o la desdicha, la ilusión o la queja constante. Si la célula es el componente mínimo y que posee vida de un organismo vivo, la experiencia familiar es la célula de una sociedad. Da igual el modelo de familia, lo que importa, en definitiva, es que el conjunto que la componga, desarrolle un proyecto de vida cuyo beneficio redunde en cada uno de los individuos y estos a su vez en el grupo, y para que eso pueda ser posible, el hombre DEBE dominar, al menos con la misma soltura que domina el mando del televisor, el resto de asuntos domésticos.
Nunca conquistaremos en la calle lo que no hayamos conquistado primero en nuestro hogar. Un poco menos metafísica y más doméstica
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