Aunque hoy esté prohibido incluso pensarlo, hubo un tiempo en que muchas mujeres decían que preferían  estar entre hombres, que se llevaba mejor con  ellos, que trabajaban mejor con ellos, que se sentían más valorada por ellos y que los hombres en general eran colaborativos con ellas. Hoy ese discurso ha desaparecido por completo junto con otro muy extendido que reconocía que las mujeres entre ellas eran más competitivas y poco generosas.

Estaba bastante extendido, y tolerado, que las mujeres pudieran catalogar a sus «enemigas» de putas, envidiosas, busconas, engreídas, mezquinas, arribistas y otras lindezas por el estilo.
Siempre fue elocuente la «competencia feroz entre mujeres».
Decía una actriz muy guapa:

“A mí me da igual que los hombres me deseen, lo que verdaderamente disfruto es que otras mujeres me envidien”.

Una gran empresa de publicidad para la que yo trabajé en New York (no diré su nombre para que no tenga que avergonzarse de haberme tenido en nómina) requería frecuentemente los servicios de modelos masculinos y femeninos para campañas publicitarias. Entonces, pude comprobar que la mayoría de los modelos masculinos solían ser tipos bastante agradables y campechanos, que toleraban de buen humor las largas y calurosas sesiones fotográficas sin chistar, como si les diera un poco de vergüenza el ganarse la vida “por la cara”.
También, para mi sorpresa, descubrí que las modelos femeninas eran muy agradables y colaboradoras, pero lo eran más y mejor cuando no había otras modelos en el set. La presencia simultánea de varias féminas generaba cierta tensión, como si toda la atmósfera estuviese cargada de desconfianza, a la vez, no se podía decir que sucediera nada en particular. Muy extraño.

Una de aquellas modelos, con la que hice una bonita amistad, me confesó:

«Trabajar con mujeres es como saltar a la comba con un alambre de espino sobre un suelo mojado. Prefiero los hombres”.

Una frase ciertamente «impronunciable» hoy en día, incluso, aunque pudiese ser posible.

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